JANUKÁ: LUZ EN LA OSCURIDAD
Hace no mucho tiempo atrás, toda la
Unión Soviética era una inmensa prisión. Sus ciudadanos se veían privados de
muchas libertades que nosotros damos por obvias, incluyendo el derecho de
practicar nuestra religión y de vivir en el lugar que uno elige, o incluso de
emigrar a otro país si se desea hacerlo. Cualquier ciudadano ruso que deseaba
salir de la Unión Soviética era considerado un traidor a su patria. Cada vez en
mayor número, los judíos de Rusia comenzaron a declarar abiertamente su deseo
de partir de la Madre Rusia y establecerse en la Tierra de Israel. Estos intrépidos
judíos fueron llamados “los prisioneros de Tzión”. Entre ellos se encontraba un
hombre joven llamado Yoséf Mendelevich.
Lo increíble es que Yoséf no sólo
proclamó su intención de vivir en la Tierra de Israel, sino que también intentó
cumplir su sueño a través de un acto audaz y dramático que finalmente logró que
se conociera en todo el mundo la terrible situación que atravesaban los judíos
rusos.
El día en el cual intentó escaparse
hacia Israel en un avión robado, fue arrestado por la infame KGB –la policía
secreta soviética- y condenado a muerte. Debido a la presión ejercida por los
países libres de todo el mundo, su sentencia eventualmente fue conmutada por
una larga y dura condena en la temida prisión Vladimir en Siberia.
Vladimir era una espeluznante
institución dedicada a la destrucción del espíritu humano. Adentro del complejo
de la prisión, las condiciones de vida eran atroces. Las raciones de comida
variaban en su contenido calórico entre por debajo de las necesidades mínimas
hasta llegar al nivel de inanición, el ejercicio y el aire fresco eran mínimos
y el contacto con el mundo exterior también estaba estrictamente limitado y –a
menudo- directamente suspendido. A Yoséf no le permitieron contar con sus
artículos religiosos y tampoco tenía permiso para cumplir mitzvót. Pero con
todo este terror indescriptible, la intimidación, la desmoralización y los
frecuentes castigos, la KGB no logró quebrar la férrea voluntad de Yoséf por
cumplir con los mandamientos de Di-s.
Un helado invierno, un simple
pensamiento lograba entibiar el alma de Yoséf: Januká se aproximaba. Yoséf soñaba
con encender la menorá de Januká, algo que era virtualmente imposible dadas las
circunstancias. Sin ninguna duda, las autoridades de la prisión nunca le
permitirían cumplir con esta mitzvá y reaccionarían violentamente ante la mera
propuesta. Sin embargo, Yoséf puso su cabeza a trabajar y desarrolló un plan
inteligente y factible de llevar a cabo.
Cada día, él guardaba un poco de sus
magras raciones, aunque eso implicaba sobrevivir con una dieta de hambre.
Cuando nadie lo miraba, guardaba en su bolsillo una corteza de pan o una rodaja
de papa. Después, cuidadosamente escondía esos valiosos retazos en una pequeña
cornisa que había en su celda y rezaba pidiendo que ningún guardia descubriera
sus curiosas “provisiones”. Acumular
comida era considerado un acto criminal y si lo descubrían, no sólo que la
comida sería confiscada, sino que también el perpetrador sufriría un cruel
castigo. Al igual que con todas las otras mitzvót que él cumplió en la prisión
de Vladimir, también en este caso Yoséf aceptó correr el riesgo.
El día anterior a Januká, Yoséf
apenas podía contener su emoción. Ahora sólo le faltaba arreglar un detalle
final y crítico. Tratando de llamar la atención lo menos posible, Yoséf cambió
algunas de sus raciones a otros prisioneros a cambio de una etiqueta de
cigarrillos y una caja de fósforos. A los cigarrillos no los necesitaba, pero
los fósforos eran el ingrediente crucial que le faltaba para completar su plan.
Con los dedos temblando, Yoséf abrió la caja de fósforos y encontró adentro
cuarenta y cuatro fósforos –exactamente el número que necesitaba para utilizarlos
como velas de Januká.
Y así fue que bien tarde esa primera
noche de Januká, cuando finalmente todos estaban durmiendo y no había ningún
guardia a la vista, Yoséf insertó los
fósforos en los restos de pan y de papa y de esa manera creó una menorá de Januká
secreta. Los fósforos ardieron apenas unos segundos, pero proveyeron una interminable
luz e inspiración para Yoséf Mendelevich en las profundidades de la prisión
Vladimir en Siberia.
(“Luz en la Oscuridad, Las Mejores
Historias” de Janój Teller).
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